Número 108
Las grandes religiones
monoteístas son proselitistas y desaprueban al resto de creencias que puedan
entrar en competencia en su mismo mercado. Hasta aquí comparten características
con otros sistemas ideológicos. Lo que les diferencia es su extraordinaria
susceptibilidad y agresividad ante cualquier crítica. Un comentario que
cuestione, o incluso matice, su veracidad o conveniencia, es interpretado como
una agresión a su libertad religiosa. Se sienten ofendidos, atacados,
humillados, y reaccionan con violencia verbal o incluso física. Según Mariano
Chóliz[1], en
la mayoría de los casos se trata de una estratagema, gracias a la cual se
logra: 1) cohesionar al grupo de creyentes frente a un enemigo común externo;
2) evitar que éstos piensen y se cuestionen esos contenidos imposibles de
demostrar y difíciles de creer; y 3) desviar el debate a los propios críticos.
Acusan a los laicos de intolerantes porque éstos no están dispuestos a dejarse
imponer sus creencias. Si tan seguros están de la bondad de su doctrina, si tan
positivos son sus “valores” y las enseñanzas de sus fábulas, ¿por qué esa
obsesión por adoctrinar a los niños en el colegio, antes de que puedan
desarrollar su sentido crítico? ¿Si su dios es omnipotente, por qué necesita
que salga un triste mortal o un grupo de ellos a “defenderlo”? ¿Por qué no se
limitan “a difundir su prédica entre sus fieles y a observar el culto en sus
templos y dejar a los demás en paz”?
Las creencias religiosas son fantasiosas y difícilmente
creíbles, de ahí la importancia del adoctrinamiento continuado desde la
infancia. Los ritos y las liturgias tienen esa función, reafirmar la fe,
impedir el análisis de lo que se afirma. Si, como decía Goebbels, “una mentira repetida mil veces se convierte
en verdad”, una frase, una oración, un gesto, puede acabar teniendo un
significado para aquel a quien han obligado a repetirlo mil veces. Además, no
se cree a pesar de que sea absurdo, sino, como sostenía Tertuliano,
precisamente por que es absurdo. Por tanto, de nada vale esgrimir argumentos
racionales para discutirlos. Por esa razón el arma más eficaz contra todas las
religiones es el humor ya que permite situarse en un plano de la discusión
inesperado y para el cual ya no resulta válida la repetición mecánica del
discurso, de ahí la indignación y la furia. El humor evidencia sus errores y
desvela la auténtica naturaleza ridícula y absurda de sus planteamientos. Como ya se ha dicho aquí en alguna ocasión,
si no quieren que nos riamos de sus creencias que no tengan unas creencias tan
graciosas.
AVALL
en 2009 intentó contratar a la Empresa Municipal de Transporte de Valencia para
que incluyera en 2 autobuses de la ciudad publicidad con el siguiente lema:
"Probablemente Dios no existe. Deja
de preocuparte y disfruta de la vida". Como se puede ver, un texto
tremendamente violento y grosero. La alcaldesa Rita Barberá, por decisión
propia, lo prohibió, y no solo eso, sino que alardeó públicamente de ello. Poco
tiempo después, en esos autobuses municipales se hacía publicidad de una
empresa dedicada a la prostitución de lujo.
Durante
4 años, del 2011 al 2014, nuestros compañeros madrileños[2]
solicitaron permiso a la Delegación de Gobierno para realizar la mal llamada
“procesión atea” el día de “Jueves Santo”. La respuesta fue siempre la misma,
denegarla. Parece ser que ese día la calle pertenece a los católicos, pero no
lo parece, es que lo es, y no solo ese día. La justificación era no causar
“problemas gratuitos”, “evitar los excesos”, “no molestar en asuntos de
religión”, e incluso invocaban la propia seguridad de sus intervinientes, es
decir, que lo hacían por su propio bien. Aquí no solo se conculcaba la libertad
de expresión sino también la libertad de reunión. Una vez derrotados en todas
las instancias judiciales estatales, están esperando la resolución del Tribunal
de Estrasburgo.
El 1 de mayo de 2014 un grupo de mujeres en Sevilla saca a
la calle en andas una vagina de látex bajo el nombre “Procesión de la Anarcofradía del santísimo coño insumiso y el santo
entierro de los derechos socio-laborales”. Los católicos pueden invadir
periódicamente las calles, imponer sus símbolos, recibir dinero público,
comprar medios de comunicación, imponer su calendario laboral y escolar, hacer
declaraciones misóginas y homófobas, proteger a miles de pederastas, etc, pero
si alguien, durante unos minutos, sin subvenciones, de manera modesta, les
parodia en la vía pública no pueden soportarlo. Algunos si pudieran incluso las
matarían. Y si Willy Toledo les apoya y se caga en su dios merece que el Estado
le persiga. De ahí que su respuesta en una entrevista fuera el humor: “Verá,
yo soy adorador de Satán. Ustedes, en la iglesia católica, apostólica,
pederasta y romana no paran de insultar a Satán continuamente llamándole ‘el
maligno’. Bueno, pues a mi me
ofende mis sentimientos religiosos satánicos…”. Esto no es solo una salida ingeniosa, sino
una invitación a la reflexión.
En el debate público supuestamente existe libertad
de expresión, por tanto se pueden confrontar ideas y opiniones. Sin embargo
existe una ideología que merece una especial protección por parte del Estado:
la religión mayoritaria. Lo que pueda ofender a las minorías, sean estas de
otras religiones, miembros del movimiento LGTBI o ateos nunca se cuestiona y siempre
queda amparado por la libertad de expresión. Uno de los supuestos teóricos de
la democracia burguesa es que la mayoría decide pero que se respeta a las
minorías. Sin embargo, los intermediarios en la Tierra de estos poderosos seres
imaginarios siempre tienen la mandíbula de cristal y el puño de hierro. ¿Algún
juez admitiría a trámite la denuncia de un gay contra los editores del Levítico
por delito de odio, homofobia e incitación a la violencia, o de algún ateo
contra aquellos que dicen que Stalin mató a millones de personas por ser ateo? No,
y tampoco lo pretendemos. Es la inteligencia del que escucha quien debe decidir
sobre la pertinencia de los argumentos esgrimidos y no limitar el debate por
miedo al Código Penal. Donde se limita la palabra también se limita el
pensamiento.
Además, no existe el derecho humano a no ser
ofendido. La ofensa o no de los sentimientos religiosos depende más de quien se
siente ofendido que del ofensor. ¿Dónde se sitúa la raya en cada caso? Se
quiere convertir al Estado en policía de la doctrina y los dogmas de una
religión, que formule juicios sobre la ortodoxia o sobre la valoración que
merecen unas opiniones en materia confesional, algo propio de países
teocráticos. Algunos de esos hay todavía, como Arabia Saudí o el Vaticano, pero
en otros 71 países se mantiene algún tipo de especial protección a la religión
mayoritaria, España entre ellos.
Por otra parte, resulta ridículo que
el objeto jurídico protegido sean los sentimientos. Además, ¿por qué los sentimientos
religiosos y no los políticos? ¿El Estado debe proteger con penas de multa y
cárcel los sentimientos socialdemócratas? Grotesco. ¿El ámbito de lo religioso
debe ser un terreno prohibido para la incursión de músicos, dramaturgos,
pintores, filósofos, científicos, periodistas o cualquier crítico con un credo?
¿También serían blasfemias las declaraciones científicas que contradicen las
estupideces sostenidas durante siglos sobre el universo o la vida? La mejor
versión de Occidente se construyó a partir de las “blasfemias” de Galileo,
Darwin o Hawking. ¿Y cómo se gestionarían las blasfemias que los fundadores de
unas religiones han dicho sobre otras que ya existían? A lo largo de la
historia los seres humanos han creado unos 10.000 dioses. La mayoría han
muerto, es decir, ha muerto la última persona que creía en ellos, y por tanto
se han convertido en mitos. Ahí están, por ejemplo, las mitologías griega y
romana.
Este debate no es simplemente el
conflicto entre la libertad de expresión y la fe, sino el choque entre afirmaciones
contrarias sobre la conciencia. ¿Cuáles serían los límites? No hace falta ser jurista
para alcanzar a comprender que solo hay dos razonables. El primero sería la
protección al honor de individuos o grupos concretos. Por ejemplo, si yo digo
que un sacerdote, un imán o un rabino con nombre y apellidos es un pederasta o
bien presento las pruebas o si no estoy difamándole. Todas las personas,
incluidas ellas, tienen derecho a que no se digan mentiras públicamente sobre
su comportamiento. El segundo sería la incitación directa a la violencia. Por
ejemplo, animar públicamente a incendiar un templo religioso o agredir a un
miembro de una confesión religiosa por el hecho de serlo. Pero estos dos
supuestos ya están incluidos en la legislación común, es decir, la que afecta a
todo el mundo, y no tiene sentido que merezca una protección especial en
función de unas creencias por el mero hecho de pertenecer a ellas, por sí
mismas. El creyente de una religión no debería tener derecho a poner sus
creencias por encima del derecho de todos a la libertad de expresión y a la
libertad de conciencia. Y si ésta en ocasiones incluye la grosería, la mala
educación o la sátira cruel sobre su simbología el público lo juzgará, pero no
tiene ningún sentido que lo haga un juez. Es el precio a pagar por poder gozar
de la discusión inteligente, de la crítica certera y del avance científico. Es
el principio que ha sido alcanzado en algunos países a partir de siglos de
derramamiento de mucha sangre. Es precisamente en la irreflexión, en la
ignorancia, en la genuflexión acrítica donde se permite florecer al odio y a la
maldad. En una sociedad con personas inteligentes y críticas, donde la
información crece exponencialmente y puede ser contrastada, impugnada o
discutida, no necesitamos que nadie, y menos un Estado o un sacerdote, nos diga
lo que podemos ver, oír o pensar.
[1] Elogio del ateísmo, Mariano Chóliz, Buenos Aires, Deauno, 2009, p.
134.
[2] AMAL, Asociación Madrileña
de Ateos y Librepensadores.
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