(¿Y éste, qué dice?)
Rompo relaciones pues, con una
institucionalidad que, por más progresista que se diga, no deja de poner
obstáculos en el camino hacia una sociedad verdaderamente justa, que debiera
empezar por eliminar privilegios a quienes, de forma prepotente e insolidaria,
los disfrutan.
Para el gobierno del Botànic, parecen
ser más importantes las competencias autonómicas que el reivindicar una
sociedad más igualitaria, donde los privilegios sean una excepción y no la
norma. Una sociedad que tras cuarenta y tres años de democracia, en ciertos
aspectos como el de la laicidad, sigue inmersa en los años negros de la
dictadura, pues la invasión, expolio, uso y abuso de lo público por parte de la
secta católica, convierten a la tan manoseada y malinterpretada constitución, en
un referente inservible para avanzar hacia un estado laico, única garantía de más
libertad, mejor igualdad y un poco de decencia.
Sólo hay que preguntarse dónde
queda la libertad de conciencia del individuo (Art. 16.1 de la constitución) y
la aconfesionalidad del estado (Art. 16.3) cuando para tratar temas de
enseñanza, cultura, sanidad, patrimonio y hasta de justicia, un gobierno que se
dice progresista, se tiene que sentar primero a hablarlo con una institución
como la secta católica, creando comisiones paritarias, que tarde o temprano, reclamarán
también musulmanes, judíos, protestantes,…… para salvaguardar sus privilegios.
Cuando se presume de haber avanzado en democracia, en lo referente a
la laicidad, seguimos anclados a una ley de Libertad Religiosa de 1980, aprobada
en un momento en el que el Estado sólo mantenía relaciones con la secta
católica, y cuyo articulado respondía, punto por punto, al Concordato de 1979,
negociado antes de la aprobación de la Constitución del 78.
Se trata de una ley que en vez de
limitarse a salvaguardar el derecho de toda persona a tener sus propias
creencias religiosas (o no tenerlas), y a expresarlas abiertamente y sin temor
a persecuciones, ni a que se le niegue la igualdad de derechos con sus
conciudadanos, lo que prima es seguir privilegiando a la secta católica,
incluyendo una financiación de 11.000 millones al año, y además, bajo la
fórmula de “notable arraigo”, extender también los privilegios a las otras
confesiones.
Tampoco los mencionados artículos
16.1 y 16.3 de la constitución, han impedido que las instituciones públicas
(gubernamentales, sanitarias, educativas, deportivas), den continuas muestras
de confesionalidad religiosa, con transgresiones permanentes desde que se
aprobó la constitución en 1978, sin que ello parezca quitar el sueño a quienes
ejercen cargos de responsabilidad en los distintos ámbitos públicos. Hospitales,
universidades, cementerios, escuelas, institutos, ministerios, ejército,
diputaciones y ayuntamientos, practican y alientan actos confesionales católicos
a todas horas. En estas instituciones se incumple constantemente el respeto al
pluralismo confesional y no confesional de una ciudadanía diversa, pero apática
e indiferente respecto a dichas prácticas inconstitucionales.
Las pocas organizaciones que, con
escasos recursos y todavía menos influencia, luchan contra esta lacra de la
democracia, suelen cargar las tintas en la vigencia del Concordato y sobre los
políticos. Pero eso no es suficiente explicación. Mucho me temo que incluso derogando
el Concordato, seguirían vigentes las mismas prácticas institucionales que hay
ahora, pues la aconfesionalidad, mientras no toque lo votos, a los políticos
les importa menos que un rábano, por más que en congresos y programas
electorales figure desde el principio del periodo democrático.
El verdadero problema hay que achacarlo a otros factores.
Está en la degradación democrática en que está sumida la sociedad,
golpeada por corruptelas, desengaños, dificultades económicas, falta de
perspectivas, miedos infundidos, entretenimientos superfluos.
Está en la renuncia a entender que todo lo público debe regirse por el
respeto mutuo, la igualdad de ideas/creencias y la neutralidad respecto a esas
creencias.
Está en el no rechazo del soborno y chantaje al que nos someten las
religiones, siempre privilegiadas, sabiendo que las creencias religiosas, no
son compartidas por todos los seres humanos, y en consecuencia, esas creencias
no pueden servir ni para cohesionar la sociedad, ni para generar unas leyes y normas
de convivencia comunes que sirvan a todos, creyentes y no creyentes.
Ya sé que a
nadie le importa, y menos todavía a esa progresía responsable de esta grave
disfunción democrática, pero mi convencimiento que los auténticos cambios
sociales y políticos, deben empezar por el cambio de actitudes individuales, me
lleva a dar el paso de romper relaciones con esa institucionalidad progresista
que por más siglos que ostentara el poder, sería incapaz de evitar que los
intereses particulares sean los que dicten las relaciones sociales, un
progresismo que ha demostrado hasta la saciedad su falta de modelo de sociedad
alternativo al actual, su incapacidad de
avanzar ni un milímetro hacia una sociedad justa e igualitaria, donde el
privilegio desaparezca o sea una excepción, y no la norma.
Algún día se entenderá que en un
Universo sin dioses, la única moral sería aquella que no contribuya a la maldad
del mundo, ya sea en forma de privilegio, xenofobia, imposición, expolio,
machismo, contaminación, esclavitud, colonialismo, apartheid, homofobia o vayan
ustedes a saber, qué otras formas se inventen para fastidiar la posibilidad de
una vida plena, digna y diversa.
Ya me gustaría ver la cara de la
progresía cuando al leer este artículo, se pregunte, “¿Y éste, qué dice?”