¿Son discriminadas las personas ateas en la sociedad
española actual?
(presentada el día 9 de marzo de 2013 en la Asamblea de la UAL)
La sociedad democrática
moderna está basada en dos principios fundamentales: el de igualdad y el de
libertad. De su ejercicio y combinación dependerá la posibilidad de alcanzar
una organización social justa que respete la pluralidad y diversidad humanas.
Estos principios en España formalmente parecen consolidados y nadie se atreve a
negarlos. Sin embargo, a diario vemos que en la práctica no es así.
Existen muchísimas
desigualdades. Tal vez las económicas y sociales son las más visibles y no sólo
son evidentes, sino que van en aumento: los ricos son cada vez más ricos y los
pobres cada vez más pobres.
Pero en el ámbito de la
conciencia las desigualdades no son tan visibles. Además, con frecuencia actúan
mecanismos ocultadores o justificadores que las enmascara. Desde la ilustración
ha quedado clara la distinción entre lo público y lo privado. A la esfera de lo
público pertenece todo aquello que es común a todos los ciudadanos: las leyes
que han de garantizar los mismos derechos y las mismas libertades a toda la
ciudadanía. Al ámbito de lo privado pertenecen las creencias, las ideologías,
los proyectos de vida personales.
Pues bien, se produce
aquí una perversa inversión de la relación de lo público y lo privado provocada
por el poder de la religión: tu puedes pensar y creer lo que quieras, puedes
abjurar de Dios, de los dogmas de todas las religiones, de sus normas y moral,
pero que no se note, hazlo en privado, sin molestar. En público, como si todos
fuéramos creyentes, por supuesto, de la única religión verdadera: calendario
laboral, fiestas, simbología, ocupación de la calle, regulación de la vida,
ritos civiles y, lo que es más grave, la legislación están establecidos en
nuestro país siguiendo las consignas del credo católico.
De tal modo, que si
estás en edad escolar, te pondrán en la tesitura, a ti o a tu familia, de
decidir si quieres acudir a clase de religión o no. Si optas por el no, no te
dejarán tranquilo, te obligarán a ocupar tu tiempo en lo que ellos han
decidido. En cualquier caso, desde bien joven, experimentarás cómo las personas
son segregadas en un espacio público por sus creencias y podrás constatar cómo
se convierte en asignatura fundamental una materia cuyos contenidos no reúnen
los requisitos de cientificidad y universalidad que ha de tener toda materia
escolar. Si eres contribuyente verás cómo una buena parte de tus impuestos irán
destinados a financiar la estructura, el personal, el funcionamiento y el
proselitismo de un credo determinado. Si eres mujer, todavía lo tienes
peor porque los jerarcas religiosos,
desde una posición que a ti te esta vedada porque te consideran indigna,
intentan que no seas tú quien decida sobre tu cuerpo,
sobre si quieres tomar una píldora, si quieres seguir a delante con tu
embarazo. Incluso quieren decidir a qué te has de dedicar o a qué puedes
aspirar. Si eres homosexual, te oirás de todo y constatarás que, invocando no
sé qué ley natural y divina, quieren negarte derechos que pretenden exclusivos
de las personas heterosexuales. Y los más moderados de entre ellos querrán
“curarte”.
Seas mujer o varón,
tengas la edad que tengas, creas en lo que creas, sus ficciones te perseguirán
toda la vida y, lo que es peor, condicionarán también tu muerte. Porque además de negarte el dominio sobre tu
vida, sus leyes te niegan el derecho a abandonarla cómo y cuando tú quieras. Y
si eres persona enferma o discapacitada también perseguirán a quienes accedan a
ayudarte a cumplir tu deseo de abandonar la vida serenamente y sin
sufrimientos.
Sus creencias, que son
privadas, tan privadas que muchas son incompatibles con la lógica racional, han
sido desde hace siglos presentadas como lo público y que responden a” lo que
Dios manda”, a lo “natural”, a lo que necesariamente ha de ser así y nunca
podrá ser de otra manera y, por tanto, a lo que todo el mundo,
obligatoriamente, ha de ajustarse. Quienes no se ajustan, como los ateos, han sido presentados como antinaturales,
inmorales, libertinos, incluso como no humanos.
En estos momentos, el ateo, si, ha conseguido
poder afirmarse como tal sin, de momento, acabar en la hoguera. Pero está muy
lejos todavía de su ideal de ser una persona autónoma intelectual y moralmente
que pueda vivir en una sociedad en la que el estado garantice el respeto a los
mismos derechos y libertades para todas las personas, por más diferencias que
pueda haber entre ellas. Es decir, que el estado sea rigurosamente neutral en
cuestiones ideológicas y de creencias, escrupulosamente separado de toda
confesión religiosa, sin conceder privilegios a ninguna de ellas, absolutamente
laico.
¿Y qué siente la persona
atea? Puede que, a veces, se vea invadida por la conmiseración hacia las que
son creyentes. Le cuesta entender que haya personas que decidan ser
absolutamente dependientes de un credo, que acepten que les dicten lo que deben
pensar y cómo deben actuar, que renuncien al apasionante reto de la vida humana
autónoma, en libertad, que se nieguen a sí mismas la capacidad de discernir lo
verdadero de lo falso, lo verosímil de lo estrafalario. Pero la conmiseración
enseguida se transmuta en indignación al comprobar que no la dejan vivir
tranquila, que las mismas personas cuyas absurdas creencias en algún momento la
han conmovido, invaden su espacio vital, se inmiscuyen en asuntos que le
afectan directamente, quieren que los criterios morales de su religión se
conviertan en leyes para todos, que lo que ellas consideran pecado se convierta
en delito, que toda la sociedad se ajuste a sus dogmas particulares. La
indignación a su vez se torna estupefacción al comprobar cómo los dirigentes de
esa iglesia que acumulan toda clase de prerrogativas y privilegios, afirman
públicamente que son víctimas de una persecución, que el ateísmo y el laicismo
les impiden ejercer su libertad de culto y de opinión. ¿Es o no es para
matarlos?
Rafael
Cuesta (miembro de AVALL)